Veo la fotografía de una dama sonriente y envuelta en pieles saludando con gesto eufórico en la madrugada a los que nos van salvar provisionalmente de la peste, de esas montañas de basura que unos vándalos (prolifera esta calificación, así como la de matones tabernarios, entre la modélica gente de derechas y los demócratas de toda la vida, para etiquetar a los que aúllan sin modales contra el abyecto estado de las cosas) se han empeñado en provocar y en esparcir. Porque sí, porque son así de bestias, porque les habían propuesto algo tan lógico a los que disfrutan del poético trabajo consistente en quitar la mierda de los demás como largar a 1.200 y bajarle un 30% de su exagerado sueldo a los que tuvieran la inmensa bendición de mantener su curro.
La alcaldesa afirmó sin rubor que la huelga del vertedero público era un conflicto laboral que eximía a su Ayuntamiento de cualquier tipo de responsabilidad. Imagino que esa inocencia se reflejará inmediatamente en el recibo que pagamos para que no nos coman las ratas. Pero la magnanimidad de la dama es tan grande que más tarde ha rectificado para solucionar el problema y volver a hacernos aseados y felices.
Se supone que los alcaldes deben de ser modélicos gestores de la cosa pública. O sea, una tarea sobrehumana. Por mi parte, me conformaría con que su condición de políticos les exigiera ser buenos actores. Cuentan que Giuliani estaba acabado en las encuestas cuando se arremangó el tenebroso 11-S y se introdujo en el polvo y el horror de aquel día apocalíptico. Esa imagen convenció a los ciudadanos de que su alcalde era alguien que tenía lo que hay que tener. Que Ana Botella deposite el encanto de Madrid en el relajante café con leche solo es una idiotez sonrojante. Que se largue a un relajante spa lisboeta cuando todavía están calientes los cadáveres de cinco crías, es infame. También que intentara escaquearse del inminente desastre de su ciudad. ¿Nos la merecemos? Yo, no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario