Primero se quedaron con la democracia, luego fueron a por el país, y más tarde, aprovechando que sus propias leyes y cortapisas les favorecían, se agarraron a la impunidad. No contentos con ello, cuando gente indignada –nunca la suficiente, pero sí la bastante para empezar a levantar cabeza– les afeó en la cara su comportamiento, haciéndoles escrache, a esa gente la llamaron fascista, ellos, que vienen de una buena cepa, y la llamaron pro-ETA, ellos, que creen que la libertad es un reloj de cuco que solo asoma cuando le dan cuerda desde la superioridad. Les acusaron de "violencia agresiva", y acusaron a los partidos habituales de instigarla. Por consiguiente, les mandaron a la policía, que además de ser suya es budista y practica la no violencia. Detalle, este último, que indignados de toda edad y condición ya conocían, en sus propias carnes, de encuentros anteriores con los antidisturbios.
Cuando un cuerpo social se descompone, quiero decir cuando pierde la compostura, se le van cayendo las máscaras, y eso ocurre con el partido en el Gobierno y sus títeres. Pero hay un disfraz que nunca les falta, que no desaparece: el de la calumnia, el de las palabras. Por el contrario, les crece como un inmenso sapo que nos devora, como una lava que mancha y pudre, el mal uso de las palabras.
Dentro del proceso de hipnosis colectiva que este país ha ido interiorizando mientras creía que las cosas iban bien, la perversión del lenguaje y, sobre todo, el uso de eslóganes y términos antes utilizados por la izquierda ha culminado con la aparición del término fascista, malévolamente usado por las Bernardas Pardas del régimen y sus floripondios expresivos. Es la culminación lógica: empezaron hace unos quince años, cuando, en los homenajes a sus víctimas, precisamente de ETA, se entregaron a tararear el No nos moverán con un mechero encendido en la mano. No les costó mucho adaptarse. Al fin y al cabo, venían del No pasarán de Celia Gámez, que también es muy pegadizo, pero en chotis.
Reinventando el fascismo –deliberadamente confundiéndolo con la ira que la violencia del sistema despierta en sus víctimas–, los voceros del régimen crean el contexto para la represión. No me cabe duda de que lo de la calle no es precisamente un minué, habida cuenta, sobre todo, de la respuesta cínica y cruel que reciben sus reivindicaciones. Pero qué quieren que les diga: yo creo que la caja de los truenos la han destapado ustedes los del –como dijo una de sus Bernardas– verdadero Partido de los Trabajadores, que toma ya retorcimiento pardo.
Qué cansino, además de lo demás, está siendo el asunto. Quizá por eso se nos paraliza el acelerador, porque la sola idea del mundo que nos viene, ordeñando las vacas de Heidi en el Tirol como tirando a mucho, cansa desde ya. Ocurre, sin embargo, que unos empujan los mundos, al mando de la apisonadora, y su avance parece imparable. Hasta que otros se dedican a poner obstáculos. Una piedrecita colocada en el sitio justo… No obstante, tal piedrecita tiene que ser el resumen del sentimiento de muchísimos, de la ira bien canalizada.
Hemos visto ya demasiadas imágenes de los desahucios, por poner un ejemplo, por no extendernos a esas familias en las que un hijo come únicamente los lunes, miércoles y viernes, y el otro, los días restantes. Díganme ustedes quiénes ejercen la violencia, por muy legitimada que haya sido en las cavernas de la Unión Europea del Norte, o sea, de más allá del muro.
Mira tú qué bien, lo que tiene la mala baba. He empezado por Lorca y termino con Juego de tronos. Para que digan que no está una a la última. Por cierto, me encanta el escrache.
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